La goma del radiador
El coche viejo que teníamos cuando vivíamos en Costa Rica lo llamábamos “Hermano Burrito” porque tenía el hábito de echar las orejas para atrás y no caminar. Un sábado por la tarde íbamos a visitar a unos amigos que vivían en la ciudad de Liberia, en la parte noroeste del país. La Carretera Panamericana allí pasa por una región desierta y poco poblada. Era posible ir kilómetros y kilómetros sin ver ni casa, ni edificio, ni otro coche, ni nadie.
De repente, vimos vapor y agua sucia que salía de los lados del capó. Paramos el coche al lado del camino. Una de las gomas del radiador se había reventado, dejando una abertura de unos diez a doce centímetros de largo en un lado. Mi marido sacó de su caja de herramientas lo poco que quedó de un rollo de cinta de electricista. Apenas había suficiente para envolver la goma con una capa de cinta. (Mi marido siempre decía que no saldría de la región poblada de la meseta central sin su caja de herramientas. Yo siempre decía que no saldría de allí sin mi “mecánico”).
Pero habíamos perdido toda el agua. El agua que teníamos para beber no bastaría para llenar el sistema. Aunque habíamos encomendado a Dios nuestro viaje al principio, ahora era el momento para pedirle ayuda especial, porque estábamos a cien kilómetros de ningún lugar sin manera de movernos, y con tres niños a cargo.
Notamos que en el otro lado del camino había unos árboles juntos y descubrimos que había una casita allí. La familia tenía un pozo y nos regaló agua. También nos dijeron que había una tienda a como dos kilómetros donde tal vez tuvieran una goma de repuesto.
Había poca esperanza de encontrar nada abierto el sábado por la tarde, pero no teníamos más remedio que intentarlo. Cuando llegamos a la tienda, estaba cerrada. Mientras nos sentábamos allí hablando de qué íbamos a hacer, el dueño de la tienda llegó en su coche, como si hubiera tenido cita con nosotros. Él llevó a mi marido a una nave, que estaba completamente vacía excepto que en un rincón había unas baldas con gomas de radiador. Compramos una del tamaño correcto y la instalamos. Llegamos a la casa de nuestros amigos a tiempo para merendar.
De repente, vimos vapor y agua sucia que salía de los lados del capó. Paramos el coche al lado del camino. Una de las gomas del radiador se había reventado, dejando una abertura de unos diez a doce centímetros de largo en un lado. Mi marido sacó de su caja de herramientas lo poco que quedó de un rollo de cinta de electricista. Apenas había suficiente para envolver la goma con una capa de cinta. (Mi marido siempre decía que no saldría de la región poblada de la meseta central sin su caja de herramientas. Yo siempre decía que no saldría de allí sin mi “mecánico”).
Pero habíamos perdido toda el agua. El agua que teníamos para beber no bastaría para llenar el sistema. Aunque habíamos encomendado a Dios nuestro viaje al principio, ahora era el momento para pedirle ayuda especial, porque estábamos a cien kilómetros de ningún lugar sin manera de movernos, y con tres niños a cargo.
Notamos que en el otro lado del camino había unos árboles juntos y descubrimos que había una casita allí. La familia tenía un pozo y nos regaló agua. También nos dijeron que había una tienda a como dos kilómetros donde tal vez tuvieran una goma de repuesto.
Había poca esperanza de encontrar nada abierto el sábado por la tarde, pero no teníamos más remedio que intentarlo. Cuando llegamos a la tienda, estaba cerrada. Mientras nos sentábamos allí hablando de qué íbamos a hacer, el dueño de la tienda llegó en su coche, como si hubiera tenido cita con nosotros. Él llevó a mi marido a una nave, que estaba completamente vacía excepto que en un rincón había unas baldas con gomas de radiador. Compramos una del tamaño correcto y la instalamos. Llegamos a la casa de nuestros amigos a tiempo para merendar.
Etiquetas: Dios contesta las oraciones, Dios nos cuida
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