La mejor enemiga
Estudiamos el español en un instituto en Costa Rica. Había clases enormes de gramática, pero para hacer ejercicios, mejorar la pronunciación, y practicar la conversación, nos dividieron en clases pequeñas de cinco a seis personas. Así que yo siempre estaba con las mismas cinco personas cuatro horas por día, día tras día, semana tras semana.
Entre esas personas había una mujer que me caía muy mal. Ella nunca estaba de acuerdo con nadie acerca de nada. Si alguien decía que x, ella decía que no, que w. No entendía nada en las clases porque no estudiaba, pero insistía en que el maestro se lo explicara otra vez, quitándonos tiempo. Hablaba en tonos muy fuertes usando muchas palabrotas. No respetaba la propiedad de otros, cogiendo libros y lápices ajenos como si fueran propios. Y no se bañaba.
Ella no era mi enemigo. Pero decidí obedecer lo que Jesucristo dijo acerca de amar a los enemigos, bendecir a los que te maldicen y orar por los que te persiguen. Cada día, entonces, empezaba el ciclo de clases pidiendo a Dios que ella dejara de molestar tanto. Pero Dios me corrigió. Eso no era bendecirla a ella, sino quejarme de ella y querer cambiarla. Para bendecir a alguien, hay que orar por él de una manera que le daría alegría si te escuchara. Cambié mi oración para pedir que ella estuviera contenta y que tuviera todo lo que necesitaba.
Después de un par de semanas, noté un cambio. Ella no me irritaba como antes. Yo suponía que esto era el resultado de mis oraciones diarias, que me estaban cambiando la actitud a mí para que ya no me concentraba tanto en las barbaridades que ella decía y hacía. Pero cuando hablé con mis compañeros de clase, descubrí que todos habían notado un cambio en ella. Era más humana, más amable. Unas semanas más tarde, me sorprendí a mi misma caminando de un lugar a otro con ella y hablando con ella como con una amiga.
Un día ella me contó su historia. Hacía poco más de un año su hija, investigadora en un laboratorio de química, había sido afectada fuertemente por un gas venenoso, que luego la dejó con vida, pero con el cerebro permanentemente afectado. Mientras la hija estaba todavía en cuidados intensivos, el marido de mi amiga sufrió un infarto serio. Un mes más tarde, su casa fue destruida por un incendio, y el seguro no era suficiente para comprar otra. Ella había decidido estudiar el español para distraerse de su situación.
Al final del curso, ella me presentó a su marido, ya recuperado, y que había llegado para recogerla. Dijo que yo era su mejor amiga. Para mí, era un honor.
Entre esas personas había una mujer que me caía muy mal. Ella nunca estaba de acuerdo con nadie acerca de nada. Si alguien decía que x, ella decía que no, que w. No entendía nada en las clases porque no estudiaba, pero insistía en que el maestro se lo explicara otra vez, quitándonos tiempo. Hablaba en tonos muy fuertes usando muchas palabrotas. No respetaba la propiedad de otros, cogiendo libros y lápices ajenos como si fueran propios. Y no se bañaba.
Ella no era mi enemigo. Pero decidí obedecer lo que Jesucristo dijo acerca de amar a los enemigos, bendecir a los que te maldicen y orar por los que te persiguen. Cada día, entonces, empezaba el ciclo de clases pidiendo a Dios que ella dejara de molestar tanto. Pero Dios me corrigió. Eso no era bendecirla a ella, sino quejarme de ella y querer cambiarla. Para bendecir a alguien, hay que orar por él de una manera que le daría alegría si te escuchara. Cambié mi oración para pedir que ella estuviera contenta y que tuviera todo lo que necesitaba.
Después de un par de semanas, noté un cambio. Ella no me irritaba como antes. Yo suponía que esto era el resultado de mis oraciones diarias, que me estaban cambiando la actitud a mí para que ya no me concentraba tanto en las barbaridades que ella decía y hacía. Pero cuando hablé con mis compañeros de clase, descubrí que todos habían notado un cambio en ella. Era más humana, más amable. Unas semanas más tarde, me sorprendí a mi misma caminando de un lugar a otro con ella y hablando con ella como con una amiga.
Un día ella me contó su historia. Hacía poco más de un año su hija, investigadora en un laboratorio de química, había sido afectada fuertemente por un gas venenoso, que luego la dejó con vida, pero con el cerebro permanentemente afectado. Mientras la hija estaba todavía en cuidados intensivos, el marido de mi amiga sufrió un infarto serio. Un mes más tarde, su casa fue destruida por un incendio, y el seguro no era suficiente para comprar otra. Ella había decidido estudiar el español para distraerse de su situación.
Al final del curso, ella me presentó a su marido, ya recuperado, y que había llegado para recogerla. Dijo que yo era su mejor amiga. Para mí, era un honor.
Etiquetas: Dios contesta las oraciones, Influir en la vida de otras personas
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