Señor, ten piedad
Sonó el timbre. En la puerta encontré a una vecina que había conocido hacía tiempo en una reunión cristiana. Después de las formalidades, salió que había venido para que yo le curara de una obsesión que tenía para la limpieza. La pobre sufría mucho de sentirse obligada a lavar tantas veces los mismos objetos y nunca estar convencida que hubiera limpiado lo suficiente. Ella había oído que yo era psicóloga y suponía que, siendo hermanas en Cristo, yo estaría encantada de hacer el trabajito (gratis, por supuesto).
Encantada o no, yo veía unos problemas serios en aceptar el desafío. Primero, la literatura profesional estaba llena de artículos debatiendo cuál era la mejor manera de tratar esa condición. En realidad nada servía muy bien, y después de mucho tiempo de tratamiento muy pocas personas salían realmente liberadas. Segundo, yo no tenía tanto tiempo para dedicarle, habiendo recientemente aceptado otros compromisos. Pero ¿cómo podría decirle que no le iba a ayudar?
Así que le di unas sugerencias prácticas para paliar las compulsiones y luego ofrecí orar por ella. En voz alta yo pedí al Señor que tuviera piedad de ella, que le ayudara a poner en práctica lo que le había dicho, y que le liberara de esas compulsiones. Y en voz baja pedí que el Señor tuviera piedad de mí, que la sanara a ella de una vez para que yo me liberara de las visitas repetidas que yo sabía que ella me haría.
Ella se fue y no volví a verla por más de un año. Entonces por casualidad nos encontramos en un culto de una iglesia evangélica y el pastor invitó a la gente a compartir con todos alguna bendición que Dios le había dado. La mujer se levantó y contó que había sufrido tantos años, pero que yo le había sanado con mi oración.
Os aseguro que no la sané yo.
Encantada o no, yo veía unos problemas serios en aceptar el desafío. Primero, la literatura profesional estaba llena de artículos debatiendo cuál era la mejor manera de tratar esa condición. En realidad nada servía muy bien, y después de mucho tiempo de tratamiento muy pocas personas salían realmente liberadas. Segundo, yo no tenía tanto tiempo para dedicarle, habiendo recientemente aceptado otros compromisos. Pero ¿cómo podría decirle que no le iba a ayudar?
Así que le di unas sugerencias prácticas para paliar las compulsiones y luego ofrecí orar por ella. En voz alta yo pedí al Señor que tuviera piedad de ella, que le ayudara a poner en práctica lo que le había dicho, y que le liberara de esas compulsiones. Y en voz baja pedí que el Señor tuviera piedad de mí, que la sanara a ella de una vez para que yo me liberara de las visitas repetidas que yo sabía que ella me haría.
Ella se fue y no volví a verla por más de un año. Entonces por casualidad nos encontramos en un culto de una iglesia evangélica y el pastor invitó a la gente a compartir con todos alguna bendición que Dios le había dado. La mujer se levantó y contó que había sufrido tantos años, pero que yo le había sanado con mi oración.
Os aseguro que no la sané yo.
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