La noche cuando me llevaron a casa
Cuando yo tenía como cinco años, una mujer me introdujo a Jesucristo de tal manera que yo no resistía. Me enamoré de Jesús.
Años más tarde cuando llegué a la universidad descubrí que la fe de una niña de cinco años no podía hacer frente al desafío de muchos profesores y compañeros de clase que rechazaban a Dios. Asistía a una iglesia, pero cuando recitaban el credo iba eliminando lo que ya no creía, hasta quedar con “Creo en Dios,” nada más.
Seguía creyendo en Dios, porque mientras estudiaba la química, la física y la biología veía tanto orden en el universo que me era difícil creer que todo eso llegó a ser por accidente. Soy una persona de poca fe, y me costaba más creer en la casualidad que en Dios. Pero no sabía cómo era Dios. Suponía que seguiría existiendo, pero si se interesaba por los humanos, no había manera de descubrirlo. No valía la pena intentar complacerlo, porque uno podría sacrificarse inútilmente.
Un día un compañero del laboratorio de química me invitó a acompañarle a la reunión de un grupo cristiano. Le dije que no, pero persistía tanto que al fin fui con él para que dejara de molestar. Me gustó la reunión, mayormente porque la gente era amable conmigo en un tiempo que me había sentido muy sola. Seguía asistiendo, fingiendo creer como ellos para que no me rechazaran, para cultivar amistades. Incluso empecé a asistir a una reunión de oración diaria que tenían.
Allí encontré algo raro. Oraban como realmente esperaban que alguien les escuchara. Y los resultados me hacían pensar que tal vez era cierto. Día tras día pedían cosas prácticas y necesarias para su vida y la de otros, y en los días siguientes venían contando como habían conseguido lo que habían pedido, muchas veces por vías totalmente inesperadas. Si hubiera ocurrido unas pocas veces, yo habría dicho que era casualidad, pero eran muchas veces. Me hacía pensar que tal vez Dios se interesaba por ellos.
Un viernes por la noche en pleno invierno yo estudiaba en la biblioteca universitaria. Cuando salí, me golpeó fuertemente el frío. Preguntando, descubrí que hacía 40º grados bajo cero (hay que entender que estaba en el norte de Estados Unidos). Yo tenía que caminar hasta la casa, más de dos kilómetros, y sabía que no sería posible. No conocía a gente que viviera por el camino para poder calentarme cada cinco o diez minutos. Llamé a mis padres para que me recogieran, pero dijeron que ya habían probado el coche y no arrancaba. Llamé a un taxi, pero me dijeron que con el frío todo el mundo quería taxi y sería tal vez la una o las dos de la madrugada antes que me podrían recoger. El edificio donde estaba se cerraba dentro de 20 minutos. Decidí volver a la biblioteca, porque allí había gente que tendría que salir dentro de poco, y tal vez hubiera alguien que yo conociera que me pudiera llevar. Busqué por todo el edificio, pero no encontré a nadie conocido. Como último recurso decidí llamar a algunas de mis nuevas amigas cristianas, las que vivían en el mismo campus, a ver si me dejaban dormir en el suelo esa noche. Pero todas se habían ido a su pueblo ese fin de semana. Yo estaba atrapada. No podía quedarme donde estaba, pero tampoco podía irme a ningún lado.
Decidí poner a prueba lo que había observado en las reuniones de oración. Dije, “Dios, si tú existes y te preocupas algo por mí, necesito cómo ir a casa.” Se me ocurrió volver a la biblioteca. En la planta baja no había nadie. Mientras subía las gradas a la segunda planta, bajaba una mujer que yo había visto varias veces, pero no nos conocíamos realmente y no nos saludamos. Yo había llegado arriba y ella abajo cuando me llamó. “¡Carolina!” Sorprendida que ella conociera mi nombre, me volví. “Supongo que buscas quien te lleve a casa,” dijo. Admití que era cierto y ella dijo que salía en ese momento, que tenía su coche muy cera, y que me llevaría. Casi me caigo por la escalera entera.
Nos montamos en su coche, pero cuando ella intentó arrancarlo el coche hacía sonidos que significaban que no había esperanza ninguna. Yo en silencio di gracias a Dios por la oferta, pero le recordé que había pedido no la oferta sino el transporte a casa. El coche arrancó de inmediato y dentro de diez minutos yo estaba en casa.
Dios amaba a los otros, pero también me amaba a mí. Hacía falta que yo le pidiera para que me lo mostrara.
Años más tarde cuando llegué a la universidad descubrí que la fe de una niña de cinco años no podía hacer frente al desafío de muchos profesores y compañeros de clase que rechazaban a Dios. Asistía a una iglesia, pero cuando recitaban el credo iba eliminando lo que ya no creía, hasta quedar con “Creo en Dios,” nada más.
Seguía creyendo en Dios, porque mientras estudiaba la química, la física y la biología veía tanto orden en el universo que me era difícil creer que todo eso llegó a ser por accidente. Soy una persona de poca fe, y me costaba más creer en la casualidad que en Dios. Pero no sabía cómo era Dios. Suponía que seguiría existiendo, pero si se interesaba por los humanos, no había manera de descubrirlo. No valía la pena intentar complacerlo, porque uno podría sacrificarse inútilmente.
Un día un compañero del laboratorio de química me invitó a acompañarle a la reunión de un grupo cristiano. Le dije que no, pero persistía tanto que al fin fui con él para que dejara de molestar. Me gustó la reunión, mayormente porque la gente era amable conmigo en un tiempo que me había sentido muy sola. Seguía asistiendo, fingiendo creer como ellos para que no me rechazaran, para cultivar amistades. Incluso empecé a asistir a una reunión de oración diaria que tenían.
Allí encontré algo raro. Oraban como realmente esperaban que alguien les escuchara. Y los resultados me hacían pensar que tal vez era cierto. Día tras día pedían cosas prácticas y necesarias para su vida y la de otros, y en los días siguientes venían contando como habían conseguido lo que habían pedido, muchas veces por vías totalmente inesperadas. Si hubiera ocurrido unas pocas veces, yo habría dicho que era casualidad, pero eran muchas veces. Me hacía pensar que tal vez Dios se interesaba por ellos.
Un viernes por la noche en pleno invierno yo estudiaba en la biblioteca universitaria. Cuando salí, me golpeó fuertemente el frío. Preguntando, descubrí que hacía 40º grados bajo cero (hay que entender que estaba en el norte de Estados Unidos). Yo tenía que caminar hasta la casa, más de dos kilómetros, y sabía que no sería posible. No conocía a gente que viviera por el camino para poder calentarme cada cinco o diez minutos. Llamé a mis padres para que me recogieran, pero dijeron que ya habían probado el coche y no arrancaba. Llamé a un taxi, pero me dijeron que con el frío todo el mundo quería taxi y sería tal vez la una o las dos de la madrugada antes que me podrían recoger. El edificio donde estaba se cerraba dentro de 20 minutos. Decidí volver a la biblioteca, porque allí había gente que tendría que salir dentro de poco, y tal vez hubiera alguien que yo conociera que me pudiera llevar. Busqué por todo el edificio, pero no encontré a nadie conocido. Como último recurso decidí llamar a algunas de mis nuevas amigas cristianas, las que vivían en el mismo campus, a ver si me dejaban dormir en el suelo esa noche. Pero todas se habían ido a su pueblo ese fin de semana. Yo estaba atrapada. No podía quedarme donde estaba, pero tampoco podía irme a ningún lado.
Decidí poner a prueba lo que había observado en las reuniones de oración. Dije, “Dios, si tú existes y te preocupas algo por mí, necesito cómo ir a casa.” Se me ocurrió volver a la biblioteca. En la planta baja no había nadie. Mientras subía las gradas a la segunda planta, bajaba una mujer que yo había visto varias veces, pero no nos conocíamos realmente y no nos saludamos. Yo había llegado arriba y ella abajo cuando me llamó. “¡Carolina!” Sorprendida que ella conociera mi nombre, me volví. “Supongo que buscas quien te lleve a casa,” dijo. Admití que era cierto y ella dijo que salía en ese momento, que tenía su coche muy cera, y que me llevaría. Casi me caigo por la escalera entera.
Nos montamos en su coche, pero cuando ella intentó arrancarlo el coche hacía sonidos que significaban que no había esperanza ninguna. Yo en silencio di gracias a Dios por la oferta, pero le recordé que había pedido no la oferta sino el transporte a casa. El coche arrancó de inmediato y dentro de diez minutos yo estaba en casa.
Dios amaba a los otros, pero también me amaba a mí. Hacía falta que yo le pidiera para que me lo mostrara.
Etiquetas: Cómo empezaron las aventuras, Dios contesta las oraciones, Dios nos cuida
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