Buenas Aventuras

En general, la religión es aburrida. Sin embargo, no hay nada más interesante en toda la creación que Dios mismo. No hay aventura mejor que las que podemos tener con Jesucristo. Siempre resultan buenas, y las historias no tienen nada de aburridas. Ser "bienaventurado", equivale a ser bendecido. Hace más de 40 años empecé a tener aventuras con Cristo. Aquí comparto contigo algunas de mis historias.

Mi foto
Nombre:
Lugar: Indiana, United States

26.9.06

¿Un pastor alemán?

Después de caminar unos cinco minutos, gradualmente me di cuenta que la calle no era tan segura como yo había pensado. Durante el día el barrio donde acábamos de alquilar una casa parecía muy tranquilo. Pero ahora en la oscuridad el caminar hasta el buzón de correo para echar unas cartas tal vez no era muy sabio.

No había mucha gente en la calle, y la que había tenía aspecto algo extraño. Pasaban coches, pero rápidos, y los conductores no prestaban atención a los que caminaban. Tuve que decidir o seguir 300 metros más para el buzón o regresar ya a la casa y dejar las cartas para mañana. Como ya había progresado casi la mitad del camino, decidí seguir.

Sentía más y más miedo con cada paso y empecé a pedirle a Dios que me protegera, aunque yo me había metido neciamente. Yo vigilaba todo el entorno, no sé con cuál propósito, porque no tenía con qué defenderme si a alguien se le ocurriera asaltarme.

Algo se me acercaba rapidamente, cruzando un pequeño espacio verde. Era el pastor alemán más grande que yo nunca hubiera visto, y corría directamente a mí. Luché para controlar el pánico que sentía, recordando que los perros pueden detectar el miedo. Cuando ya estaba cerca le saludé en lo que esperaba fuera una voz amigable. Le pregunté si él tamibén tenía que mandar una carta y si le gustaba la brisa ligera que soplaba.

Parecía que sí, tenía que echar una carta, porque se puso a caminar a mi lado. No era exactamente a mi lado, sino un poco detrás, con la nariz cerca de mi rodilla. Seguimos caminando así unos minutos mientras yo inventaba cosas para hablar, y poco a poco yo perdía el miedo. No me iba a atacar. Mas bien parecía que había venido para acompañarme. Y eso me protegía también de otros ataques. Con un perro tan grande y tan obviamente bien entrenado a mi lado, nadie iba a meterse conmigo. Nadie sabría que no era mi propio perro. Empezaba a reírme.

Suponía que cuando llegamos al buzón y yo tenía que regresar a la casa que el perro iba a seguir su camino. Pero no. También dio la vuelta y me acompañó hasta la casa. ¿Querría también entrar en la casa? Me acerqué a la puerta y lo miré. No paró, sino seguía en la dirección de donde había venido originalmente. Volvió la cabeza para mirarme y brevemente la levantó como un adios. Yo le dije buenas noches y muchas gracias.

En todo el tiempo que vivimos en esa casa, nunca volví a ver ese perro. Creo que no era realmente un perro. Creo que Dios me había mandado un ángel para cuidarme.

Etiquetas: ,

20.9.06

Una aventura de transición

Mi hija, Sharon, y yo nos divertíamos mucho empacando los barriles. Después de muchos años de vivir en Costa Rica ya era el momento de trasladarnos a California, donde yo tendría que estudiar. Terminábamos una aventura y empezábamos otra. Habíamos vendido todo lo que no tenía importancia emocional para alguien de la familia, y empacábamos el resto. Teníamos unos seis o siete barriles vacíos en el centro de la sala, y alrededor los enseres de la casa para llenarlos. Poníamos algo pesado al fondo y encima las cosas más frágiles envueltas en cortinas y mantas. Era viernes y nuestro avión no salía hasta el lunes. ¡Qué alivio no tener que apurarnos!

Además de la convicción que teníamos por dentro que esto era lo que teníamos que hacer, las experiencias de los días anteriores nos habían confirmado que Dios estaba trabajando en el asunto. El quería que fuéramos. Costa Rica sufría una crisis económica y no permitía que nadie sacara dinero del país, lo cual nos complicaba la vida para poder comprar otra casa en California. Pero un norteamericano compró la casa, y el dinero cambió de bancos en Estados Unidos, ni entrando en Costa Rica. Hasta en los detalles vimos la mano de Dios. A la hora que los que habían comprado un mueble pesado querían llevárselo, mi marido con su espalda herida no estaba en casa y encontraron unos jóvenes para ayudar. Muchas veces las personas a quienes teníamos que entregar cosas se presentaban en la puerta de la casa, como si tuvieran una cita, aunque no les habíamos llamado. Cuando habíamos vendido la mesa del comedor y la de la cocina también, nos llamó el futuro dueño de la casa para preguntar si no sería demasiada molestia guardarle una mesa por unos días. Ninguna molestia, le aseguramos.

Poco antes de las dos de la tarde ese viernes, mi marido dijo que el taxi de carga, un camión que lo llevaría todo al aeropuerto, tendría que venir a las dos, porque él había descubierto que a las cuatro las dependencias de carga aérea cerraban para el fin de semana. Habíamos contado con el sábado. En unas semanas habíamos empacado siete barriles. Tendríamos media hora para terminar la otra mitad del trabajo. Sharon y yo empezábamos a tirar las cosas a los barriles. A veces parecía que no cabría, pero nuestro hijo había orado que todo saliera a medida, y así fue. Antes buscaríamos la pieza exacta para llenar un hueco, pero ahora parecía que la pieza exacta se presentara y se ofreciera. Recuerdo que cogí el tocadiscos (fue el año 1982) y lo metí en el fondo de un barril sin ceremonia y tiré juguetes y ropa encima.

Mi marido decidió llamar el taxi de carga de inmediato, porque podrían tardar mucho en venir. Pero por “suerte” vino en cinco minutos. Cargaban los barriles mientras Sharon y yo terminamos. Tuvieron que esperar mientras poníamos la tapa del último.

Luego con más calma comparamos la lista de lo que habíamos metido en cada barril con otra lista que yo había inventado antes para conseguir la licencia de exportación (el permiso para sacar nuestras cosas del país). Habíamos puesto casi todo en el barril “correcto” (a los agentes de la aduana les podría importar).

Cuando recibimos las cosas en California, descubrimos que lo único que se había dañado en el proceso era un plato. A Dios hasta los detalles le preocupan.

Etiquetas:

15.9.06

En la Plaza Roja

Cuando yo tenía apenas unos meses de andar esperando buenas aventuras con Jesucristo, se me presentó la oportunidad de visitar Rusia con unos compañeros universitarios.

Era la época de la guerra fría. Los alemanes empezaron a construir el muro mientras yo estaba en Moscú. En mi país decían que todo lo comunista era malo. Yo no era rebelde, pero quería ver por mi misma cómo se vivía allí. Claro que andábamos muy supervisados y vimos lo que nuestros guías consideraban conveniente. Nos traducían y nos interpretaban lo que vimos.

Hicimos lo turístico de siempre: museos, exposiciones y una entrevista programada con estudiantes de la universidad de Moscú. Una tarde unos cuatro o cinco de nosotros nos encontramos en la Plaza Roja. En ese entonces gente del occidente era una rareza allí, y se congregó alrededor de nosotros una multitud de curiosos. Alguien nos hizo una pregunta y la guía que estaba con nosotros la tradujo, y luego la respuesta también. Luego había mucho entusiasmo para hacernos preguntas, y la guía tuvo mucho trabajo por un espacio de media hora. No teníamos manera de saber si traducía bien o no lo que decíamos.

La multitud había crecido a unas 40 ó 50 personas, todas intentando oír la conversación. Nos empujaban tanto que ya éramos un núcleo pequeño en el centro de un círculo grande. Detrás de mí había un hombre pequeño que tenía la barba firmemente metida en mi hombro para poder oír mejor. Entonces alguien preguntó algo que hacía enrojecer la guía y la dejaba avergonzada. La pregunta era para mí, pero ella dijo que no sabía cómo hacerla, porque era algo muy personal, algo de que la gente normalmente no hablaba. Yo le di permiso de preguntar de todas formas.

Habían notado que yo tenía una crucecita en una cadena en la nuca y querían saber si yo era cristiana. Entonces entendí por qué hubo un grito sofocado de asombro cuando se hizo la pregunta. En la propaganda comunista, la gente mala se dibujaba con una cruz en una cadena alrededor de la nuca. Los cristianos eran los malos de la película. Para ellos era un choque ver a alguien vestido así, como proclamando que era malo. A mí me daba alegría decir que amaba a Jesucristo. Respondí “da” en ruso para que no hubiera ninguna confusión en la traducción. Esto produjo más gritos sofocados y la multitud se deshizo rápidamente. Nadie se atrevía quedarse mucho después porque era peligroso.

Pero mientras todos se iban, otro hombre se me acercó. Brevemente me cogió la mano y la apretó algo fuerte. Dijo algo que juntamente con la mirada extática en su cara tendría que interpretarse como “yo también”. Y él también desapareció tan rápido como posible.

Fue la primera vez que yo había dicho en público algo de mi nueva fe. No era más de una palabra, pero obviamente tuvo un efecto grande en la Plaza Roja, que no tenía muchos predicadores en ese entonces.

Etiquetas: ,

5.9.06

La noche cuando me llevaron a casa

Cuando yo tenía como cinco años, una mujer me introdujo a Jesucristo de tal manera que yo no resistía. Me enamoré de Jesús.

Años más tarde cuando llegué a la universidad descubrí que la fe de una niña de cinco años no podía hacer frente al desafío de muchos profesores y compañeros de clase que rechazaban a Dios. Asistía a una iglesia, pero cuando recitaban el credo iba eliminando lo que ya no creía, hasta quedar con “Creo en Dios,” nada más.

Seguía creyendo en Dios, porque mientras estudiaba la química, la física y la biología veía tanto orden en el universo que me era difícil creer que todo eso llegó a ser por accidente. Soy una persona de poca fe, y me costaba más creer en la casualidad que en Dios. Pero no sabía cómo era Dios. Suponía que seguiría existiendo, pero si se interesaba por los humanos, no había manera de descubrirlo. No valía la pena intentar complacerlo, porque uno podría sacrificarse inútilmente.

Un día un compañero del laboratorio de química me invitó a acompañarle a la reunión de un grupo cristiano. Le dije que no, pero persistía tanto que al fin fui con él para que dejara de molestar. Me gustó la reunión, mayormente porque la gente era amable conmigo en un tiempo que me había sentido muy sola. Seguía asistiendo, fingiendo creer como ellos para que no me rechazaran, para cultivar amistades. Incluso empecé a asistir a una reunión de oración diaria que tenían.

Allí encontré algo raro. Oraban como realmente esperaban que alguien les escuchara. Y los resultados me hacían pensar que tal vez era cierto. Día tras día pedían cosas prácticas y necesarias para su vida y la de otros, y en los días siguientes venían contando como habían conseguido lo que habían pedido, muchas veces por vías totalmente inesperadas. Si hubiera ocurrido unas pocas veces, yo habría dicho que era casualidad, pero eran muchas veces. Me hacía pensar que tal vez Dios se interesaba por ellos.

Un viernes por la noche en pleno invierno yo estudiaba en la biblioteca universitaria. Cuando salí, me golpeó fuertemente el frío. Preguntando, descubrí que hacía 40º grados bajo cero (hay que entender que estaba en el norte de Estados Unidos). Yo tenía que caminar hasta la casa, más de dos kilómetros, y sabía que no sería posible. No conocía a gente que viviera por el camino para poder calentarme cada cinco o diez minutos. Llamé a mis padres para que me recogieran, pero dijeron que ya habían probado el coche y no arrancaba. Llamé a un taxi, pero me dijeron que con el frío todo el mundo quería taxi y sería tal vez la una o las dos de la madrugada antes que me podrían recoger. El edificio donde estaba se cerraba dentro de 20 minutos. Decidí volver a la biblioteca, porque allí había gente que tendría que salir dentro de poco, y tal vez hubiera alguien que yo conociera que me pudiera llevar. Busqué por todo el edificio, pero no encontré a nadie conocido. Como último recurso decidí llamar a algunas de mis nuevas amigas cristianas, las que vivían en el mismo campus, a ver si me dejaban dormir en el suelo esa noche. Pero todas se habían ido a su pueblo ese fin de semana. Yo estaba atrapada. No podía quedarme donde estaba, pero tampoco podía irme a ningún lado.

Decidí poner a prueba lo que había observado en las reuniones de oración. Dije, “Dios, si tú existes y te preocupas algo por mí, necesito cómo ir a casa.” Se me ocurrió volver a la biblioteca. En la planta baja no había nadie. Mientras subía las gradas a la segunda planta, bajaba una mujer que yo había visto varias veces, pero no nos conocíamos realmente y no nos saludamos. Yo había llegado arriba y ella abajo cuando me llamó. “¡Carolina!” Sorprendida que ella conociera mi nombre, me volví. “Supongo que buscas quien te lleve a casa,” dijo. Admití que era cierto y ella dijo que salía en ese momento, que tenía su coche muy cera, y que me llevaría. Casi me caigo por la escalera entera.

Nos montamos en su coche, pero cuando ella intentó arrancarlo el coche hacía sonidos que significaban que no había esperanza ninguna. Yo en silencio di gracias a Dios por la oferta, pero le recordé que había pedido no la oferta sino el transporte a casa. El coche arrancó de inmediato y dentro de diez minutos yo estaba en casa.

Dios amaba a los otros, pero también me amaba a mí. Hacía falta que yo le pidiera para que me lo mostrara.

Etiquetas: , ,